Entrega 4 de la edición #2 del Periódico El Taller de junio - julio de 1998. Este es otro artículo de esa edición, que está en la pagina 1
¿Incendiarios’
Por Gabriel
Escobar Gaviria
Agradezco el
ofrecimiento que me hace el director de este periódico para aportar anécdotas al
recuento histórico de nuestro barrio Fátima. La que refiero hoy tal vez está aún
en la memoria de muchas personas sobre todo aquellas que viven en el marco de
nuestra iglesia.
Donde hoy hay un
parque infantil con variados juegos fue por mucho tiempo un lote al que no se
le hacía ninguna mejora. Fue allí donde comenzaron los encuentros futbolísticos
Fátima-Nutibara. Los menores sospechábamos, por conversaciones escuchadas a los
adultos, que ese lote no le pertenecía a la parroquia, razón por la cual ni el
creativo padre Cordoba, ni el recursivo padre Lalinde había podido adelantar
labor alguna para el aprovechamiento comunitario del mismo.
Un día se
confirmaron tales sospechas. Recuerdo: Llegué de la universidad y mis hermanos me
contaron que del lote, al frente de la casa de Belisario-¡qué cremas las que
allí vendían!- hoy la tienda de Nico, había levantado una caseta de
construcción y había echado sepas como para una casa, -¿y el padre que dijo?,
-no pues nada, como ese lote no es de la parroquia. Y el padre no dijo nada
porque se trataba del bondadoso padre Álvarez. Todo dulzura y mansedumbre; ¡pero
hay si hubiera sido en tiempos del padre Lalinde!, todavía estarían buscando
los bultos de cemento en los profundos infiernos.
Incrédulo me
dirigía al sitio acompañado de mi hermano Jota. Y si, allí estaban esas cepas
desafiantes, para iniciar la construcción de unos muros y de una casa que por
donde se le mirara heriría la hermosura de la iglesia- algún día podríamos
elegir entre atender la misa o enterarnos de la vida familiar de aquella
vivienda. La torre nos proporcionaría varios palcos para seguir de cerca, cual
telenovela en vivo, el drama familiar de sus ocupantes.
Absorto me encontraba
en esos pensamientos cuando escuche a mi lado una voz que hoy no está con
nosotros y que me preguntaba mi parecer con tono de que el suyo no era muy
agradable. Era mi amigo Antonio Roldán Betancur. En aquellos días andábamos por
los 22 años y lejos estábamos de adivinar la exitosa y corta carrera que el
destino le depararía. Él y yo éramos los amos del micrófono en la parroquia
pues desde hacía cuatro años nos turnábamos para leer la epístola y no había
bazar que no animáramos desde las famosas casetas de las dedicatorias. La idea
nos vino a ambos al mismo tiempo, nos miramos y nos comprendimos. Teníamos que
reunir a la gente y para eso usaríamos el micrófono de la iglesia. No, no le pediríamos
permiso al padre Álvarez pue no nos lo daría.
Iban a ser las
ocho de la noche y don José Betancur, el sacristán, no había terminado de
cerrar la iglesia por cuanto faltaba el toque de Ánimas que se hacía a dicha
hora. El destino nos hizo subir por la rampa y allí encontramos a Fabio Zapata,
el hijo de don Rafael, que esperaba a que fueran las ocho para hacer el llamado
a la plegaria por las ánimas, como acostumbraba reemplazar a don José en esa
labor_ Fabio, le dijimos, arranque a predicar en estos diez minutos que faltan para las ocho, dé el toque ánimas y después
repique cinco minutos más.
Fabio no nos
preguntó por qué le pedimos eso. Inteligentemente comprendió que ante tan
inusitado toque la gente saldría a ver de qué se trataba. Llegamos hasta la
sacristía y mientras yo le explicaba a don José que nosotros cerraríamos el
templo, Antonio prendió el amplificado y comenzó con las arengas. Nuestras
consignas fueron inofensivas pedíamos a nuestros cohabitantes que reflexionaran
y se opusieran a esa construcción porque ese espacio lo necesitábamos para un
parque infantil en el que jugarían nuestros hijos (todavía no los teníamos)
Cómo se apropiaría
la parroquia de ese no era nuestro problema, esa era cuestión de adultos y
nosotros apenas estábamos aprendiendo a serlo, para eso estaba don Enrique
Toro, mayordomo parroquial. Desde la sacristía no veíamos lo que en la calle
sucedía, pero por lo que pasó después nos enteramos de que tanto las campanas
como nuestras voces lograron el objetivo, la gente ser reunió, y deliberó y
obró.
Seguíamos con
nuestras consignas cuando entró el padre Álvarez por la nave central de la iglesia
entre trotando y corriendo hasta llegar a la sacristía. Escobarito - me dijo – no siga con eso que abajo está la Policía
preguntando quienes son los que hablan por micrófono, no demoran en subir. Váyanse
por la puerta de debajo de la sacristía, ésta es la llave. Antonio y yo no
comprendimos por qué la Policía se habría de disgustar porque nosotros llamáramos
a la feligresía para que opinara sobre
una construcción. Lo que no sabíamos era que la feligresía ya había opinado y
en ¡qué forma!
Obedecimos y
salimos por la pueta de abajo, la que da frente al negocio que era de Juan de
Dios y nos dirigimos a donde estaba la gente. Quedamos asombrados al ver desde antes
de llegar a la casa de los Culembias un resplandor de una llamarada inmensa: la
caseta estabe en llamas; el cemento fue esparcido para que las bolsas ardieran,
al celador le permitieron sacar la herramienta y sus pertenencias, Antonio y yo
nos confundimos con la gente que miraba el espectáculo, mientras, mientras nos reprochábamos
esa acción que estaba muy lejos de nuestra inofensiva intención.
Una cosa
aprendimos aquella noche: la masa es un animal irracional.
Lo que siguió
después fue cosa de adultos: el padre y don Enrique arreglaron con la
propietaria del lote en términos no desventajosos para nadie. Hoy hay un parque
infantil donde jugaron mis hijos mientras fueron niños.